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Caminábamos, una tarde de junio,
todos los compañeros de aventuras –y de toda la vida- por las calles del nuevo el Rímac. De pronto, a Jorge se le ocurrió que escaláramos los cerros que se veían a lo lejos como montañas verdes. Todos asentimos y, al día siguiente, emprendimos la expedición hacia las lomas. Llevamos algunas provisiones (panes, agua, refrescos, palos, fósforo, etc.). Escalar la loma fue algo fenomenal, cada vez ésta se hacía más verde y se respira
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ba paz y ¡oxígeno! Cuando llegamos a la cima, encontramos una explanada llena de plantas, flores silvestres y un concierto de rocas multiformes.
Corrimos con tal libertad por el perímetro como cuando éramos a penas unos niños. Entre las piedras más pequeñas, renacía un punto amarillo -un amarillo vivaz-, era la flor de Amancae la que, según decían mis padres, ya nunca más volvió a florecer en El Rímac debido a la superpoblación de este Distrito. Fue una fiesta para nuestra vista adolescente encontrar aquel tesoro. Ya no queríamos volver a nuestras casas. Pero nos habíamos ausentado por un día y medio. El frío y el hambre, nos hizo cambiar de idea.
Nuestro pacto de caballeros fue convertir el lugar en nuestro refugio y visitarlo siempre. Entonces, bautizamos las lomas como “el paraje más hermoso” en una Lima que se llenaba de contaminación. Ya han pasado muchos años desde la primera visita, no hemos dejado de caminar y
respirar aire puro en lo más alto de El Rímac.
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Hoy, con ojos de adultos, reflexionamos acerca de que, por su belleza e historia, debemos preservar este ecosistema –uno de los pocos que quedan en la costa de Lima- y estudiar el modo de condicionarlo para que muchas personas puedan visitarlo y apreciar sus bondades durante las épocas de otoño e invierno.
Asimismo, cuidar y proteger las especies silvestres que crecen en la loma, sobre todo la flor de Amancae que se encuentra en extinción.